La resurrección de un viejo adversario (segunda parte)
La rebeldía del ángel comienza con el descubrimiento de un secreto que deviene en la caída hacia su transformación: reencarna en un animal inteligente, la serpiente que habla. Un monstruo.
En la naturaleza de Lucifer se esconde el secreto de su origen divino. Curiosidad, inteligencia, amor y agresión lo constituyen como un ser libre y creativo. La rebeldía del ángel comienza con el descubrimiento de ese secreto —y su caída es su transformación: reencarna en un animal inteligente, la serpiente que habla. Un monstruo.
La crisis —crisis significa separación— existencial de Lucifer lo lanza al vacío. Ha perdido la imagen de sí mismo, y solo perdiéndola puede recuperarla y encarnarse en otra para seguir viviendo.
Las primeras barajas del tarot son del siglo XV. Nunca se encontró una baraja completa, la que conocemos hoy como la primera baraja — la Visconti-Sforza— es una reconstrucción del set de 78 cartas a partir de varias barajas italianas contemporáneas que estaban incompletas cuando las encontraron. En el proceso de investigación y reconstrucción hubo algunas imágenes que nunca se encontraron a pesar de que otros registros escritos probaban su existencia, una de ellas es el arquetipo XV. El diablo.
No podemos estar seguros de la razón de su desaparición, aunque la podamos intuir. Durante la antigüedad y el medioevo, las imágenes y las palabras poseían poderes mágicos, es decir, la capacidad humana de influir en el orden divino por medio de rituales practicados de la forma adecuada en el momento preciso. Esa es la razón por la que rápidamente un juego de mesa como el tarot, lleno de imágenes de profundo significado, se convirtió en práctica mística y mágica así como objeto de persecución y censura institucional. Es probable que la carta del Diablo haya sido destruida por miedo a su poder mágico y subversivo. Solo quienes creen profundamente en Él y su imagen necesitaron censurarla.
Aunque no sabemos exactamente cómo se veía El diablo en el tarot en el siglo XV, podemos imaginarlo a partir de representaciones contemporáneas como “El diablo” de Giovani di Modena.
Su desaparición, similar a la caída de Lucifer, fue el comienzo de una larga búsqueda de una imagen propia, reencarnando y transformándose en sus diferentes versiones desde el renacimiento hasta las barajas del s. XXI.
El miedo a este arcano, y su censura, en lugar de borrarlo, potenció su poder creativo y mágico. Desde antes y desde entonces, el Diablo ha seguido portando el secreto de la transformación, encarnando en figuras híbridas entre animales y humanoides, representando su capacidad de adaptarse a los ojos de quien lo mire. Siempre hay algo en las figuraciones del mal —el monstruo— que es difuso, velado y que exige de nuestra singularidad imaginativa.
Luego de la caída a la autoconciencia de Lucifer, el mismo secreto de la libertad creativa le es revelado a Eva —la mujer callada e insatisfecha del Edén, el lugar del aburrimiento, donde todo está dado, donde no hay nada por crear— por medio del reflejo del monstruo. La serpiente le ofrece a Eva el lenguaje y, al mismo tiempo, le muestra la potencia creativa de su cuerpo. Sorprende la similitud de la boca abierta del animal y el sexo femenino, capaz de concebir palabras y criaturas vivas. Es el enfrentamiento al monstruo de su propia libertad lo que despierta la libertad latente en Eva. El mismo descubrimiento del secreto del origen divino desencadena el exilio de Eva y de Adán —tentado, o más bien guiado, por Eva— hacia un destino dual: la libertad y la condena de un mundo sin paredes ni leyes patriarcales. Se ven el uno al otro desnudos, desprotegidos, diferentes e ignorantes de su propia naturaleza y la del otro. Se abre la puerta hacia una vida de misterio y nace el deseo de explorarla. Esta puerta hacia el misterio, en la versión de Waite-Smith de VI. Los Enamorados, es la montaña que se alza entre ellos cuando son expulsados.
El árbol del conocimiento del bien y el mal era, en realidad, el árbol de la consciencia de la ignorancia; la fruta no saciaba el hambre sino que la producía: el hambre de subir la montaña a desentrañar nuevos frutos.
Desde ese momento deja de existir únicamente el autor. Dios se convierte en uno entre muchos. Dios creó seres creadores, capaces de generar no solo representaciones (imitaciones), sino criaturas vivas. La mujer y Lucifer se convierten en el símbolo del descubrimiento del origen. No es fortuito que el “castigo” —o más bien la consecuencia— de la expulsión del Edén haya sido precisamente el embarazo, y que tiempo después Dios haya necesitado del cuerpo y del deseo de María, otra mujer, para hacerse hombre. Adán, como Cristo, descubre y asume su origen y su destino humano originado del cuerpo de una mujer. Eva, como María, descubre y asume su origen y su destino como humanas deseantes y creadores.
El “pecado” de Eva es haber revelado el engaño del mito del padre, de haber sido hecha del cuerpo del hombre. Ella, en su gesto subversivo —orientada por la serpiente, su espejo— revoluciona el orden patriarcal reclamando su lugar como la primera: el umbral entre lo divino y lo humano como cuerpo femenino creador, del que nace el hombre. Eso fue la serpiente para Eva: un primer espejo, una primera amiga, portadora de la sabiduría de la experiencia de la revolución simbólica que comienza con el descubrimiento del secreto del origen femenino de la creación.
Que el acto creativo duela y plazca físicamente, que sea una experiencia radicalmente corporal (el parto), nos recuerda que hacer lo que nos está dado por naturaleza —dudar y crear— requiere un esfuerzo y tiene un precio. Cuando creamos dejamos de ser lo que éramos. Se abre la puerta —como la del final del Edén— de una transformación irreversible hacia un mundo nuevo, tanto para el fruto de la creación como para la autora o el autor. Nuestra capacidad creativa viene necesariamente con la obligación de dotar a nuestra obra de libertad y de deseo, de transmitírsela en el acto creativo mismo. Al hacernos autores corremos el riesgo de que nuestra obra nos traicione, que escape de nosotros, que nos olvide.
Lucifer, como el ser humano, escapa de su autor, pero debe reconocer su origen creador para poder hacerse creador. La obra que mata a su autor, que olvida su origen divino (Dios) y humano (madre), también olvida cómo crear, es decir: cómo transformar lo divino en cuerpo. No existe el diablo sin Dios como no existe el actor sin autor.
El diablo como autor y como actor está representado en las diferentes versiones del arcano XV. Se encarna en los humanos “demoníacos” que se posicionan a sus pies y le dan la espalda. Hay algo de él en ellos, sean conscientes o no.
Las diferentes historias de posesión en el cine, en la literatura y en los rumores populares parecen ser sobre cómo ciertos seres humanos son el medio para las labores del demonio. En ese sentido, la actuación es muy parecida a una posesión: el actor se hace instrumento del ánima del personaje, escrita o dicha por el guionista, para encarnar sus personajes en diferentes situaciones. Algo que no son ellos actúa por medio de ellos, pero —a diferencia del poseído— hay consciencia y consentimiento. Es común en diferentes métodos actorales la preparación del vaciamiento como ritual de invocación y posesión. Hay deseo y entrega explícita ante la tarea de encarnar una idea trascendente. Los actores se parecen a los místicos que invocan a los dioses y a los demonios para ser instrumentos de sus tareas.
Hay algo terriblemente agresivo en ser poseída pero también terriblemente necesario. Digo terriblemente porque es aterrador saber que no nos pertenecemos enteramente. Es algo que no queremos recordar y que al vernos obligadas a hacerlo, se siente traumático. Es la experiencia de la posesión la que nos recuerda que nuestra vida es conducida por fuerzas externas, involuntarias, porque es eso lo que llena de sentido la existencia de la voluntad y la necesidad de fortalecerla. Ser agarrada y zarandeada por otro, es una experiencia, como la del embarazo, radicalmente corporal, que nos refleja que no hay nada de abstracto en la vida encarnada en el cuerpo humano, aquí y ahora, limitado, vulnerable, mortal. La enfermedad es otra de las experiencias asociadas con la posesión, una experiencia que en caso de ser superada, trae consigo una imagen nueva de nosotras mismas y de la vida. La enfermedad es transformadora como es agresiva, traumática y aterradora, ya sea porque termina en la muerte o en una nueva vida. De cualquier manera siempre nos conduce a la posibilidad de una nueva experiencia que debe ser deseada, asumida y creada. Corres el riesgo de padecerla, sea física o espiritual, sin saberlo y dejarla conducirte por la vida sin aprender ni ser transformada en el proceso. Puedes elegir ser ciegamente voluntaria o voluntariamente atrapada por la alteridad. La experiencia de ser poseída es al mismo tiempo humana –la haces tú— y es divina—la hace otro—.
Ser actor como el diablo significa asumir la posesión como una experiencia necesaria para ver y experimentar la experiencia humana en crudo. Solo así asimilamos la dimensión de la condena, asumimos el reto de su acertijo dándole espacio a la libertad y al deseo de descifrarlo, liberándonos hacia una nueva etapa del descubrimiento de nuestro destino. Le damos lugar a una nueva cara de nuestra humanidad creativa.Por eso, a diferencia de los poseídos, los místicos, los magos y las brujas, lo invocan: lo llaman, lo invitan a entrar.
El diablo, como patrón de los actores, conduce a sus discípulos —como condujo a Eva y a Adán— hacia su propia libertad. O al menos hacia los acertijos y trampas que, de ser descifrados por ellos mismos, pueden llevarlos a ella. De lo contrario, son condenados al encierro de la ignorancia y la inconsciencia. Es únicamente a través de la condena que los actores diabólicos pueden descifrar la salida: es a través de la ignorancia de su propia condición como actores que pueden, al descubrir a su autor, descubrirse a sí mismos como humanos y creadores. Para salir, a veces basta simplemente con mirar hacia atrás y enfrentar al monstruo de lo que creíamos “superado”. Como en la versión de Waite-Smith, el autor se posa detrás de los actores, custodiando la puerta de la salida del acertijo, esperando a ser descubierto y enfrentado y, de esa manera, si se la ganan, darles la llave hacia el afuera.
El diablo como escenario y método
Como no es nueva la idea de los dioses y los demonios como autores y los humanos como actores, tampoco es nueva la idea del mundo como escenario y la vida como teatro. El diablo es una forma de entenderlas todas porque él mismo se hace autor cuando se descubre actor, así como se hace escenario de su propia tragedia y hace de su paso por él un método vital ejemplar o anti-ejemplar (da igual).
El diablo como escenario remite a la pregunta de lo que los psicólogos modernos han llamado el teatro psíquico —del alma o de la mente— y que los antiguos figuraban como espacios liminales: laberintos que escondían tesoros custodiados por bestias salvajes; mares o ríos que conducían hacia el mundo de los muertos guiados por criaturas de otro mundo; o más recientemente, el espacio explícitamente creado para ser la morada del demonio medieval: el infierno.
La caída al vacío y el exilio de Eva hablan de la existencia de un afuera de las paredes de las leyes patriarcales institucionales. Un afuera en el que no se sabe vivir porque sus leyes son desconocidas, hay que inventarse cómo sobrevivir.
Son fascinantes las representaciones medievales del infierno porque no separan el espacio del monstruo: el infierno se ubica en sus fauces y en sus entrañas. No solo es un espacio en el que se sufre corporalmente, sino que está dentro del cuerpo mismo, en la interioridad de lo que no podemos ver con los ojos exteriores, ssino que solo puede imaginarse. El infierno es como se siente, como se padece, el cuerpo en primera persona. Tanto la enfermedad —física y espiritual— como la gestación —física y espiritual— no se ven, pero se sienten. Son innegables. Estas imágenes del infierno, los mitos de los otros espacios liminales homólogos, también nos dicen que hay algo de irrepresentable en el escenario del terror y de la transformación humana, así como hay algo de irrepresentable en el misterio de la gestación. En este caso, el “afuera” es en realidad el “adentro” de cada uno, enterrado en la profundidad del sentir, donde está el miedo y el deseo. No en la cabeza, donde hay ideas abstractas que no importan porque no duelen ni significan.
Es interesante pensar en la casa 12 en astrología como ese espacio liminal, o como punto ciego, interpretado de diferentes maneras en el tiempo pero siempre asociado a lo invisible. En la antigüedad representaba los espacios del secreto o del exilio —sanatorios, monasterios, cárceles—; los medievales lo asociaban con las maldiciones y los enemigos ocultos; y los modernos, con el inconsciente y el periodo prenatal: el previo a la visión. Todos ellos son lugares inaccesibles o inescapables, a menos que voluntariamente queramos desarrollar las virtudes, la fe y el deseo necesarios para explorarlos. Dante es el ejemplo del actor diabólico que, por amor, se aventura a descender a los infiernos y, sin quererlo, termina viéndose reflejado a sí mismo en cada uno de los pecadores y sus padecimientos. Ya han dicho los analistas literarios que este es un vaticinio de la visión moderna del camino al infierno como el camino a las profundidades y los engaños de la psique humana.
Aunque las representaciones del infierno como el interior del cuerpo de la bestia son propiamente medievales, el miedo de que haya algo peor que la muerte es más antiguo. En la mitología egipcia, las almas que no lograran derrotar la medición con la pluma de la verdad en el juicio de Osiris eran castigadas siendo lanzadas a las fauces de un cocodrilo. La redención para los egipcios era vivir bien para demostrarlo en el espejo del juicio y abrirse paso a una nueva vida. La condena, en cambio, era ir al infierno del estómago de una bestia, es decir, el fin definitivo e irreversible del cuerpo y con él de la posibilidad de una reencarnación.
La ignorancia y la inconsciencia nos conducen a caer en la trampa de la condena, el laberinto del minotauro, creyendo que lo que buscamos es encontrar algo —usualmente vanidoso, como un tesoro o una doncella, el honor—, para descubrir al final que no era otra cosa que el enfrentamiento con el monstruo que, con nuestro consentimiento (más a menudo inconsciente que consciente), nos ha poseído y condenado. El diablo como espacio puede parecerse al espacio infernal de la condena y el fin definitivo, a menos que la duda abra una grieta que rompa esa ilusión para que ese se transforme en un espacio de libertad. La duda, en este sentido, toma el lugar de la fe en la existencia de un afuera que impulsa la voluntad de salir y asumir la transformación que implica haber entrado y salido.
La idea de que el adentro y el afuera son relativos e intercambiables implica también la existencia de un punto de vista relativo, experimentado subjetivamente, corporalmente, del sufrimiento y el placer, así como de la condena y la libertad, del bien o del mal. El diablo nos permite explorar y entender estas dualidades constituyentes a nuestra naturaleza humana y cambiante. Él, creador de artificios e ilusiones, diseña un laberinto a la medida de las capacidades e incapacidades de cada uno, retándonos a ver la trampa misma más allá del artificio. La idea de la alteridad siempre cambia porque es espacio proyectivo de los deseos y temores de cada quien. Solo haciéndonos él podemos entender las maneras de sus engaños y ganarle la partida. Lucifer no se lanza al vacío hacia la inexistencia, sino hacia la búsqueda y la creación de sí mismo.
No hay libertad creativa sin haber perdido algo antes. Es conocido el diablo por ofrecernos algo a cambio de algo, es él quien nos recuerda que todo tiene un precio: el del exilio es el dolor que conlleva la creación de un nuevo hogar. Un hogar que luego inevitablemente se transformará en cárcel o laberinto del que queremos desesperadamente salir. Ese hogar es a veces un espacio físico, una identidad o una opinión. Sin duda, ese espacio de refugio se vuelve condena. Buscamos la puerta a veces por el simple hecho de sentir el placer de ver y experimentar la salida, aunque inmediatamente la persiga el miedo de la ignorancia.
El método —y el reto— es dudar sin dejar de disfrutar. Es sucumbir voluntariamente a su posesión sabiendo que nos conducirá fuera de nosotras mismas, nos hará desconocernos y cambiar. El método es abandonarse al terror de no ser nuestras, de nunca podernos conocer ni definir, —“iluminar”— enteramente. Es no sentir que entregarnos voluntariamente a esta exploración es condena al sinsentido. Verte sufrir sin sentido no es lo que Él quiere de ti, porque eso lo aburre. Quiere verte intentar vencerlo y, eventualmente, ser vencido, para así liberarse de su forma y encarnar en otra. Quiere verte celebrar la salida y reencarnar en otra cosa. ¿Cuántas veces no te has aburrido tú misma de sufrir de la misma forma, sin el propósito de, al menos, experimentar otra?
Dios necesita una forma de comunicarse con nosotros, debe hablar nuestro idioma. El Dios severo, figura al mismo tiempo del bien y el mal, entendió que para ser comprendido por él debía acercarse al ser humano. Entonces se hizo hombre, así como antes se hizo serpiente para comunicarse con Eva en una lengua corporal alejada de su naturaleza abstracta y desencarnada. Dios necesita un medio y un método para hacerse comprensible, y lo encontró en hacerse según la forma de cada intérprete. Dios quiere ser descubierto detrás de su disfraz mundano y diabólico.
Es por eso que, en mi opinión, el puritanismo institucional (sea cual sea la religión o ideología que defienda en contra del mal), ha fracasado profundamente en conocer a Dios. No ha podido verlo escondido detrás de la máscara de la alteridad. A diferencia de Jesús —el actor, el poseído, el mago— que siempre supo ver la divinidad y la humanidad en el otro —al enfermo, al exiliado, al pecador— y supo tenderle una mano, ofrecerle su oído y darle una palabra de aliento. Él lo venció porque descubrió en su forma material, la divinidad. La diferencia entre Jesús y otros poseídos es que él asume la posesión y el sacrificio, porque sabe que es su destino. No lo padece, no porque no duela, sino porque el fin del camino de redención es el placer de morir y reencarnar: cambiar. No hay método sin fe de que el sufrimiento tiene un propósito. No hay redención sin pecado, como no hay Dios sin Diablo. Dios se hizo hombre, como se hace flor, agua, montaña y enemigo para darse a sí mismo —y a ti— un nombre y un propósito.
La imagen —pero sobre todo el recorrido ascendente de la montaña—es tortuosa porque es sacrificial. Fue por medio del sudor y la sangre que la imagen final de la crucifixión, con la que el hombre se hizo eterno, vale la pena. Es el calvario el que carga de sentido el truco final. Yo veo el viacrucis de Cristo como uno de los muchos acertijos del diablo. Es una historia en la que el autor se hace actor, escenario y método, para recuperar una imagen inolvidable de sí mismo, pero, como todas, pasajera y mundana. La muerte de Cristo es cualquier muerte, pero lo que la hace milagrosa es el misterio que deviene de ella: la otra, la nunca vista y solo imaginada, la de la resurrección en una vida desconocida. Únicamente accesible por medio de la fe, que es la duda de que lo imposible sí puede ser y que solo surge en el espacio del misterio.
Renazco con las palabras de Camila